domingo, 13 de septiembre de 2009

¿Qué significa una cámara? Sobre la “nunca inocente” ética del amateur.


Digamos que una ética del filmar, del grabar video en general, parece hoy día impensable o solo exclusiva de una minoría que piensa estas cosas como algo profesional. El asunto que queremos plantearnos, cuando con un móvil o una cámara cualquiera tomamos unas muestras de imágenes y sonidos de nuestra realidad, es saber si no hay ya implícito en ese uso, tanto una ética como una actitud política.
Pongamos un ejemplo. Una joven cualquiera se hace con una pequeña cámara y comienza a grabar su propio entorno, amistades y familia, situaciones cotidianas, anécdotas, cosas que le despiertan interés.
Podemos considerar este gesto, como un acto de inocencia amateur, claro. Aunque quizá lo inocente sea pensar que los actos cotidianos son realmente inocentes.
Si no nos dejamos llevar por la vanalidad reinante, deberíamos pensar que lo que esa joven está haciendo, quizá sin saberlo, es documentar momentos de la vida que nunca más volverán a repetirse pero que podrán ser evocados con cierta fidelidad en lo que deje montado como pieza para compartir en lo inmediato o para que pueda ser vista en el futuro por otras personas. Lo que habrá hecho esta joven, así como cualquier persona que repita este gesto, es un documento histórico que cobrará valor social a medida que pase el tiempo. Por lo menos para las personas implicadas.
Tren de sombras de José Luis Guerín, por ejemplo, es justamente una reflexión poética en forma de film a partir de las supuestas películas caseras que un abogado francés de apellido Fleury filmó en la década del 30. Trabajar con material doméstico de este tipo puede ser una tarea realmente fascinante.
Aunque no los hemos podido ver aún, ahí están los diarios fílmicos de David Perlov hechos entre 1973 y 1983. Construidos a partir de grabaciones personales.

Si tomamos estas premisas y pensamos que el acto de la joven de la que hablamos, aunque haya sido hecho como inocente diversión, genera documentos históricos útiles, que tienen un valor único, que pueden ser utilizados como evocación de un tiempo social, que constituyen una memoria particular de momentos de vida, entonces sí que nos surgen las viejas preguntas del cine a la hora de hacer las tomas: ¿qué filmar, cómo y para qué?.
¿Será lo mismo hacer unos barridos despreocupados en el cumpleaños de la abuela, que hacer planos que exploren detenidamente su rostro, sus gestos, las relaciones familiares que entabla, grabar su voz, su discurso, etc. con la conciencia de que será un documento único, de ese momento único?.
La ideología imperial nos ha acostumbrado a todo ese sistema técnico-estético, del que tanto hablamos, que ha relegado el amateurismo a un lugar y unas formas del ver que se consideran menores, despreciables por la teoría y la crítica a la hora de considerar algo como cine. Debemos replantearnos estas herencias interpretativas reduccionistas.
Uno de los giros de la teoría cinematográfica hacia el realismo cinematográfico dados por André Bazin en el mundo de la posguerra, provenía de las lúcidas reflexiones que éste hiciera sobre películas y filmaciones desechadas por la cinematografía hegemónica. Su texto sobre el film de Tor Heryerdahl Kon-Tiki, por ejemplo, es una inteligente y bella reflexión sobre la expedición de los jóvenes noruegos y suecos que portaron una cámara durante la travesía que hicieron en 1950. Bazin se fija en fotogramas borrosos donde aparece de pronto un tiburón ballena: Nuestros hombres tenían una cámara. Pero eran aficionados. Sabían utilizarla más o menos como nosotros. Y además, no habían previsto el posible uso comercial de su película, como lo prueban algunos detalles desastrosos.....las condiciones de la toma de vistas no podían ser peores...la cámara no podía tener otro punto de vista que el del operador ocasional, situado en un extremo de la balsa, a ras del agua. Ningún travelling, ningún ángulo en picado, ni casi la posibilidad de hacer planos de conjunto de la embarcación...si algo importante sucedía (una tempestad, por ejemplo) el equipo tenía otras cosas que hacer antes de preocuparse por filmar...Y sin embargo...Kon-Tiki es admirable y sobrecogedor: ¿Por qué? Porque su realización se identifica plenamente con la acción que relata de manera tan imperfecta...Ese tiburón ballena entrevisto en los reflejos del agua, ¿nos interesa por la rareza del animal o del espectáculo -no se le ve apenas-, o porque la imagen se ha tomado en el mismo instante en que un capricho del monstruo podía aniquilar la embarcación y enviar la cámara y el operador a siete u ocho mil metros de profundidad? La respuesta es fácil: no se trata de fotografiar un tiburón, sino su peligro.
Cuando hemos visto una película como la de los Sarayaku de Ecuador, donde activistas indígenas graban el enfrentamiento entre el ejército y la gente de la población a causa de la defensa de sus tierras contra la empresa petrolera argentina, no nos ha conmovido la estética del cuadro ni la sabiduría del cámara. Un enfrentamiento así no permite regodeos estéticos. Lo que retratan ciertas escenas es la indignación, la rabia y la violencia empresarial materializada por el ejército. Es difícil que la grabación por sí sola no sea efectiva y no nos golpee directamente. Pero el motivo es claro: se está retratando una injusticia estructural y eso jamás deja indiferente.
Plantearnos hoy el realismo ya no es un asunto solamente estético sino más bien político y social sobre los procesos donde sumergimos las, cada vez más, abundantes cámaras.

¿Qué filmar, cómo y para qué? Sigue siendo una pregunta que atraviesa cualquier gesto de captura audiovisual por pequeño que sea si queremos planteárnoslo en su verdadera magnitud. ¿Qué, de todo lo que nos rodea, es digno de ser filmado, es necesario de ser conservado, de ser re-creado en un montaje, de ser exhibido? Todo no se puede grabar, la elección, por anecdótica que parezca, está cargada de ética y política. No importa la edad de quien porte la cámara. Un niño podría grabar, si le hemos dado las posibilidades y las ideas necesarias, a un amiguito en su cumpleaños o la entrada violenta de unos soldados en su casa. Lo que tiene que saber es el verdadero valor que tiene el contar con una cámara que no se reduce, en ningún caso, a un divertimento sin consecuencias.
La estética de un amateur está plagada de las mismas preguntas y problemáticas del cine pero no suele plantearse así. La elección del cuadro, la duración del plano, las vinculaciones, las tomas, el seguimiento de una situación cotidiana con fines documentales, la repetición de una vivencia para grabarla mejor, la escucha de lo que dicen, la búsqueda de conexiones, son todos asuntos que asaltan permanentemente a quien graba. Decimos que grabamos lo que se nos antoja y como se nos antoja sin saber que ese antojo está condicionado por unos procedimientos adquiridos. Eso que tú grabas no es cine y por tanto no merece las reflexiones del cine.
“El aficionado” de Krzysztof Kieslowski (1979) es un ejemplo interesante de la evolución de un cámara amateur que comienza a grabar a su bebé en su entorno familiar y que llevado por la obsesión por filmar comienza a documentar su ambiente asociado al mundo de la fábrica y del trabajo, en medio de un pequeño pueblo de Polonia a finales de los años 70. Todos estaban contentos con el aficionado hasta que su cámara comienza a registrar asuntos que entran en conflicto con la visión moral y política de quienes le rodean. Entonces surgen las viejas preguntas ¿qué grabar, cómo y para qué?.
La educación no repara en ello. El pensamiento y la realización cinematográfica es un asunto de expertos. Así vamos.Sí, sí. "Deje a los cineastas hacer su trabajo, a los políticos el suyo, a los intelectuales el suyo, a los médicos el suyo, a los artistas el suyo. Usted aguante, sea fan, pague la entrada y vote cada cuatro años. Solo le pedimos que sea parte de la población de paralíticos mentales que necesitamos".
Imaginemos, si no, a niños y niñas cuya educación les haga crecer con una conciencia y un manejo de sus pequeñas cámaras tal que, con el tiempo, muchos y muchas de ellas le cojan el gusto y se conviertan en lúcidos y lúcidas cronistas familiares y barriales.
¿Cuales son los mecanismos que impiden la democratización real del conocimiento y la práctica cinematográfica? ¿Cuál es el miedo? ¿Qué empiece a haber demasiados y demasiadas cineastas por manzana? Pero si es justamente eso lo que haría cada vez más popular la realización cinematográfica y al cine en su conjunto. Hacer del amateurismo un campo de cultivo para programas de educación barrial, proyectos de creación de films colectivos con diferentes grupos sociales, programas de realización de películas en las escuelas, son todas iniciativas perfectamente realizables. Ya sabemos que la carroñera gestión de burócratas públicos y privados nos pondrán mil obstáculos. Pero hay muchas cosas que se pueden demostrar sin ellos. Y sería bueno que nos animáramos cada vez más a hacerlas, claro.

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