lunes, 25 de enero de 2010

El cine de los vendedores de films. Tiranía de la seducción y muerte del “espectador indistinto".


Menciona Vincent Benet en el libro La Cultura del Cine, que unos historiadores estaban realizando un estudio, donde ”intentan reconstruir de manera minuciosa la experiencia de ir al cine en su país durante los años treinta. Para ello entrevistan a ancianos que rememoran su juventud y encadenan la afición por el cine con los recuerdos de su propia vida.... analizan cómo los fans de una determinada estrella cinematográfica modelan el pasado cuando se reúnen para hablar de ella, explicando acontecimientos de su juventud mezclados con los recuerdos de películas concretas.... Pretenden demostrar la importancia en la creación de unos lazos sociales, de relaciones con los demás individuos a partir de los cuales configuramos nuestra identidad social...”

Hace apenas unas semanas, mientras viajaba en el Metro de Madrid subieron dos jóvenes cuyo tema de conversación era sobre una chica desconocida, que apareció en su fiesta y no pudo entrar en conversación con ellos porque estaban hablando de cine. - Comprensible, explicaba uno de ellos, porque imagina que hablábamos de la importancia de John Wayne en el Western, de la actuación de John Gavin en la Psicosis de Hitchcock y claro, era lógico que se aburriera, pobre.

Y uno se pregunta, cuánto de nuestro imaginario está ocupado por la producción dominante y cuánto queda libre. Esta pertenencia a un cine que nunca hicimos y que nunca habla de nuestra realidad ni siquiera de una manera cercana, pero que tampoco sueña nuestros propios sueños, ni imagina como imaginamos tiene un fuerte componente de enajenación. Nos lanzan esos mundos imaginarios con los que buscan rentabilizar su negocio. Y han desarrollado para conseguirlo, técnicas muy sofisticadas de seducción audiovisual.

Una de las obsesiones de realizadores y productores del viejo cine es encontrar para cada película o en el propio estilo, la eficacia seductora en su obra, ese ¡cómo mantener atento al espectador!, “técnica de la retención expectante”. Problema generalizado en toda creación que adopte tintes narrativos: mantener la expectación de un hipotético perceptor futuro.

Parece lógico, que un negocio cuya subsistencia, desde su origen, pasa fundamentalmente por la capacidad de retener, (luego de haber pagado), a la mayor cantidad de gente posible “atenta” frente a una pantalla, desarrolle un fabuloso instinto y unas técnicas bien definidas de seducción retentitva por medios narrativos y de espectacularización ( aumento de la agresión perceptiva en un film). 
Habrá que distinguir en este viejo modelo cinematográfico lo que se esconde detrás de este sofisticado acto de seducción, es decir, cuánto hay de necesaria comunicación, cuánto de elaboración para una transmisión de experiencia estética y cuánto de los manuales del negocio que en su fondo recitan: lo que debes aprender, es cómo atrapar al público ajeno a tu obra, al que queremos convencer para que pague, se detenga  durante unas horas frente a nuestra atracción y se vaya con sensaciones y pensamientos tales que la próxima vez que le ofrezcamos algo similar, pague otra vez por un rato como éste y nos permita rentabilizar nuestro negocio.
¿Sin seducción y suspense narrativo no hay cine? ¿O en realidad nadie se ha preocupado de crear "el espectador" para el cine no envolvente?
En manos de minorías, instaurado desde el primer negocio de los Lumière y Edison, dividió, ya por entonces, a la humanidad, en dos categorías: quienes producían cine y el resto que no lo producía: “las personas espectadoras”. A partir de ahí se desarrolló toda su “profesionalidad y sus técnicas” sobre el negocio de vender films.
Imaginemos que gran parte del desarrollo técnico-industrial-estético-formal del cine nace del instinto de venta. Gran parte de lo que fue imaginando la casta cinematográfica como el saber de este oficio, gira en torno a una craeatividad que pretende aguantar en su butaca un comprador de entretenimiento. Si no retenía espectadores, no había financiación.
Hemos dicho en otras ocasiones que algunas mutaciones que nombran los historiadores estaban causadas por ese peligro de quiebra ocasionado por la falta de “pagadores de entrada”, que no de espectadores.
También hemos dicho que este cine imperial cabalga por las distribuidoras y los espacios mediáticos de prensa y crítica gritando sus discursos, a la vez que arrincona a los cines diferentes y disidentes a los rincones de las filmotecas o bibliotecas especializadas o a la propia desaparición.

Hacer un buen cine parece exigir conocer y controlar todas esas técnicas de retención del espectador. Hacer un buen cine, significa hacerlo cumpliendo con toda la sabiduría del vendedor de films.

Pero ¿y si quitamos a ese “viejo espectador del viejo cine” de su funcionalidad pasiva y no tenemos a nadie para seducir con nuestras técnicas? ¿Y si no hubiera nadie a quien hacer pagar para retenerlo en nuestro espectáculo? ¿Dejaría de tener sentido hacer cine?. Los autores más osados dirían, ¡noooo, qué va!, yo en mis películas solo busco la excelencia experimental de mi arte y no pienso en toda esa macarrería comercial. 
“Autismo autoral” experimental, válido como elemento expresivo de una subjetividad individual pero deficiente como acto político de creación dada su irresponsabilidad. 
Imaginamos que el panorama no se reduce a estas dos posturas distantes: o estás alistado como realizador a las filas del corporativismo industrial ya sea porque te ata una nómina o mentalmente porque produces como ellos, o ya estás en el terreno de lo autoral subjetivo. Las variantes parecen moverse entre estos dos extremos.

En realidad y en la realidad, la práctica arroja luces si uno se desplaza por “zonas de seguridad variable”. Si desprogramamos el “pequeño imperialista” que todos y todas llevamos dentro, comienzan a moverse cosas.
Cuando en la realización de un film de Cine sin Autor, no pensamos en espectador abstracto a conquistar, si no que proponemos a personas cualquiera desplazarse de su sitio de espectadoras (pasivas) a comportarse como coproductoras activas nos acercamos a un crimen de doble eficacia: por un lado matamos a ese dispositivo autoral que nos habita y al mismo tiempo matamos al espectador pasivo que nos han inoculado. Muere el viejo cine que debería hacerse con sus actores, actrices, director, guionistas, iluminadores, productores, escenarios, etc) y aparece la gente proponiendo y protagonizando sus historias, debatiendo lo que debe tratar en ella, con sus casas y sitios habituales como platós al natural, sus vidas convirtiéndose en escenas registrables, etc. Todo esto es lo que nos hace pensar en la posibilidad de otro cine emergiendo de la crisis del viejo modelo.
Nuevo cine nada fácil y al que abrirse minuto a minuto, discusión a discusión, fantasma a fantasma, inseguridad a inseguridad, disgusto a disgusto. Nadie dice que sea sencillo. 
Pero es verdad que en todo este camino de creación, no encontramos ninguna necesidad de seducción a espectador alguno.
Abandonar la tiranía de la seducción narrativa tan vinculada al instinto hipnótico de entretener para vender, abre otros territorios pocos recorridos que no necesariamente nos llevan a un cine aburrido y sin interés.
Pero lo que creamos, dirá alguno, es un grupo productor de cine que porque sea colectivo, no deja de ser un grupo productor que a su vez genera otros espectadores: los que no han participado de ese film. El paso primero solo asegura dos cosas: la desaparición del dispositivo autoral que se disuelve en un dispositivo colectivo y la incorporación de quienes estando destinados a ser meros espectadores comienzan a ser parte activa e interviniente de un proceso cinematográfico. El cine puede seguir su expansión natural por acción directa, el contagio de interés con los próximos inmediatos que se acercan “al lugar de los hechos” (cinematográficos). No olvidemos que hemos suprimido al espectador indistinto como consumidor a conquistar. Nos basamos en técnicas de expansión naturales antes que en técnicas promocionales venidas del cine de conquista comercial.
Cuando se trata de una realidad específica, una localidad con sus habitantes, la ampliación de los círculos de espectadores convertidos en productores-protagonistas, es solo una cuestión de tiempo.
El cine que pensamos, como hecho local, justamente se debe insertar en una localidad definida para enraizarse como dispositivo perdurable, cuya principal búsqueda no es de espectadores abstractos, sino de coproductores protagonistas que vayan llenándolo, con el pasar del tiempo, de su propia realidad.
Como la escuela de un sitio por dónde empiezan a pasar sus generaciones, el dispositivo de cine por el que trabajamos es un artefacto, una máquina de posibilidades instalada en el seno de un entorno social, que para existir debe llenarse continuamente de realidades, de personas, de vidas.

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