domingo, 21 de febrero de 2010

El Cine, esa práctica... en el espesor de la realidad


En estas últimas semanas, en el cine que estamos desarrollando en Tetuán, hemos salido tres veces a grabar diferentes secuencias que la gente propuso en la reunión de enero. Acompañamos a un joven que nos mostró su recorrido diario, mostrándonos las calles y sitios que ha querido representar como “su parcela particular del barrio”; acompañamos el Carnaval para niños que organizaron varias asociaciones y acompañamos a dos fotógrafos, uno de los cuales, y ya que vive en el barrio, nos permitió amablemente grabarle desde su vida cotidiana con su mujer y su pequeña hija, siguiéndolo en el recorrido que se disponía hacer durante la tarde del sábado para sacar fotos.
En una de las salidas, nos encontramos a una mujer que lleva viviendo en la calle, víctima de varias palizas y agresiones, seis años. Seis. En mitad de los cartones y nylons que cubren sus pertenencias e inmersa en una quijotesca confrontación con las autoridades, que en su día la desalojaron de su casa, con tanta reticencia como lucidez, nos contó su caso.
En el otro recorrido, los jóvenes fotógrafos se fueron metiendo por diferentes sitios y rincones en los alrededores del Paseo de la Dirección para hacer sus retratos, y su labor nos llevó a entrar en dos viviendas. Una, la casa de un matrimonio mayor que llevan viviendo allí toda la vida y con amenaza de expropiación. Nos la mostraron amablemente.
La otra de un hombre, que también nos relató su situación de pleito con el Ayuntamiento de Madrid por motivos similares de expropiación de la vivienda, que lleva habitando desde hace varias décadas.
Nada de esto había sido planeado. Llevada por meras sugerencias de los intereses de los vecinos, nuestra cámara se ha activado en busca de la realidad que nos sugieren retratar.
Si uno se pasea por los mismos lugares sin retener nada, posiblemente la realidad nos parecería una superficie apenas percibida por nuestros ojos y nuestros oídos. La cámara tiene esa capacidad de retener el carácter audiovisual de las cosas que posiblemente no vemos.
Luego, podemos en la memoria de sus sonidos y sus imágenes verlas una y otra vez para empezar a organizar conexiones y sucesiones en el montaje. Montar para ver. Y a medida que vemos es cuando empezamos a penetrar la superficie, la realidad lentamente y a partir de las imágenes y sonidos que hemos retenido.
Hace algunas semanas hablamos de que eso era lo que hacía Wiseman, por ejemplo, luego de captar durante un tiempo aquella realidad donde se sumergía. De ese creativo estado de contemplación y montaje surgían sus películas. Pero es que así, también se hacen las películas en general.
A nosotros nos ocurren cosas totalmente diferentes.
Decía Jorge Sanjinés en sus textos que “la labor de un cineasta revolucionario no concluye con la terminación de la obra y que los problemas de la difusión son los problemas de la realización”.
En nuestro caso, no hablamos de la difusión en sus mismos términos, pero sí encontramos fuertes conexiones sobre este más allá de la obra que consideraríamos terminada.
Los registros que mencionamos arriba nos han sumergido en una serie de cuestionamientos sobre la función de exhibir. Nuestros métodos de realización nos llevan a que, a partir de estas horas de grabación creamos documentos fílmicos, películas transitorias que exhibiremos a consideración de vecinos y vecinas del barrio en la próxima sesión de visionado y debate. Este acto es el que nos sumerge de nuevo en la conflictiva utilidad social que puede tener lo que contemos y mostremos en esos films transitorios. La mujer que vive en la calle nos prohibió grabarla, a pesar de eso, dejamos la cámara encendida. Al final, le confesamos cuál era el objetivo al registrarla, nuestra intención: devolverla a los y las vecinos que se habían interesado por su caso. Ella arremetió duramente, por ejemplo, contra la misma asociación en la que nosotros haremos el visionado colectivo. En la segunda vivienda que mencionamos, la del hombre solo, tuvimos otra vez una fuerte reticencia y una incredulidad explícita a que nuestro registro pudiera servir para algo.
Con todo el material estamos construyendo un documento de una hora aproximada de duración. Pero sabemos de antemano que este material nos sumergirá en la realidad de una manera conflictiva, cuando lo expongamos. Exhibirlo problematiza nuestra ética en el uso social de estos registros y de la propia narrativa de nuestros documentos. Mostrarlo puede acarrear consecuencias más conflictivas aún para los implicados en el material como protagonistas o espectadores interventores del material.
Siempre decimos que buscamos que en torno al cine, por lo menos al de este Cine sin Autor que formulamos, se genere organización social, creativa y crítica. Y ese más allá de la obra, esa función social que descubrimos intensa y fascinante, tiene también este lado espeso de que la realidad (unas personas concretas, en un sitio y tiempo concreto) no es manipulable si se le da la entidad que merece. Nos referimos, con entidad, al respeto de estar inmersos en ella durante largos tiempos y de manera activa.
Nuestra cámara y nuestras películas no nos permiten estar afuera de ese espesor. Nos meten en la centrífuga de la dinámica social en la que decidimos hacer el cine que deseamos.
¿Para qué grabamos y para qué mostramos, en el barrio de Tetuán, en la Asociación Ventilla nuestros documentos cinematográficos salidos del interés de algunos vecinos? ¿Para qué nos metemos en la vida de otros y les registramos?
Empezamos a ver que cualquier reportero televisivo se frotaría las manos con algunos de nuestros materiales. Es ahí donde cuestionamos nuestros intereses de voyeuristas y reencaminamos la práctica para llevarla a una situación donde el cine conecte socialmente realidades, las haga interactuar, provoque otras imágenes, amplíe el ámbito de intereses al proponer otras secuencias, retrate para relacionar realidades de vidas cotidianas que no se encuentran pero que habitan en el mismo barrio.
Es posible que en unas semanas volvamos con un ordenador portátil a intentar mostrar esas imágenes a quienes se las hemos expropiado momentáneamente.
Si nuestra labor fuera de simple difusión, saldríamos corriendo con nuestro material a hacerlo circular como joyas que nos ha permitido la inmersión barrial.
Las casas, la intimidad, los conflictos vecinales, la fantasía, las anécdotas, se empiezan a abrir delante nuestro con admirable facilidad. Pero penetrar su espesor no es todo fiesta, también nos hace temblar la ética. ¡Qué fácil puede llegar a ser grabar y montar material original! ¡Qué difícil deviene la responsabilidad de exhibirlos para que eso sea debatido colectivamente cuando hacerlo supone consecuencias inmanejables!¡Qué grato, sin embargo, saber que la realidad nos sobrepasa y que las imágenes por fin pesan, conflictúan, desenmascaran nuestra perversidad de fáciles mirones mientras alguien nos abre la intimidad de su hogar para grabarle!
Es el dispositivo que se mueve como una barcaza en el oleaje. Lo preferimos así. Nos hace recordar aquellas apreciaciones de André Bazin sobre el Cine y la exploración, hablando de las imperfecciones de las imágenes del Kon-Tiki en comparación con los films de Flaherty:"esta clase de films solo pueden surgir de un compromiso más o menos eficaz entre las exigencias de la acción y las del reportaje. El testimonio cinematográfico es el que el hombre ha podido arrancar al acontecimiento que reclamaba al mismo tiempo su participación".
No nos importa grabar agitados en mitad del acontecimiento. Cuando tiembla la cámara es porque antes ha temblado el cuerpo de quien la sostiene. ¿O es que acaso la vida no tiembla?

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