domingo, 4 de abril de 2010

Sobre aquel viejo extra del cine que ha devenido por fin protagonista. Una nota sobre el Festival de Toulouse. NO-suficiente.



Por posibilidades y azares de la vida, aparecimos en el Festival de Toulouse de la última semana de marzo, donde anualmente se exhiben una cantidad de películas latinoamericanas.
De las películas que vimos nos quedó un eco, una sensación general que nos interesa resaltar: un denominador común a muchas de ellas fue el hecho de estar protagonizadas gente común, no actores. Ya no en el territorio del documental, que es lo que toca, sino en el terreno de la ficción.
No entraña novedad en la historia del cine la participación de personas no actores o actrices, solo que su misma evolución parece que ha perimitido la aparición de personas cualquiera en el centro de sus propias historias. Aquel viejo extra de las películas se ha convertido en habitual protagonista también de la ficción.
Sobre todo las grandes producciones que narraban epopeyas que suponían una considerable cantidad de personas en una escena (hoy aún se hace en el viejo cine industrial) siempre fueron ocupadas por personas paisaje, personas de relleno que solo servían para formar ciertos cuadros necesarios de la historia.
Los primeros films de los Lumière de corte netamente documental estaban protagonizados por anónimos que aparecían como protagonistas de las tomas hechas por los primeros dueños del cinematógrafo o sus operarios. Pero aquellos anónimos protagonistas no eran más que personajes sin espesor ni trama, más parecidos a la planicie de la fotografía estática que a la vida.
Nos encontramos extras, lugareños que participaban en las películas en El nacimiento de una nación, de Griffith, en La caravana de Oregón de James Cruze, como en el Acorazado Potemkim de Eisenstein como en innumerables films que siempre han incluido extras que aparecían a la deriva de los intereses de sus directores.
Se suele adjudicar al neorrealismo italiano de postguerra, aunque no es exclusivo, una voluntad ya más intencionada de trabajar con personas cuyo oficio no fuera la actuación, buscando, justamente, evitar la carga simbólica que supone el oficio y para acercar la mirada del cine a personas y problemáticas despojadas de los vicios teatrales de los que siempre se vale el cine industrial.
Herbert Biberman comenzaba a grabar en 1953 La sal de la tierra, sobre una huelga que en 1951 paralizó el trabajo en una mina de zinc de Nuevo México, Estados Unidos. Fue una de las primeras películas independientes del cine norteamericano donde la mayoría de personajes fueron gente del propio lugar que habían participado de la huelga. Biberman fue una de las víctimas más contestatarias de la célebre "Caza de Brujas" y del "Maccarthysmo".
Jorge Sanjinés comenzaba a involucrar en 1971 en el El coraje del pueblo a muchos de los sobrevivientes de la masacre de San Juan para hacerlos protagonistas y guionistas de su propias vivencias, comenzando así una de las prácticas y reflexiones más interesantes de la que ya hemos hablado en este blog.
En el otro polo de la conflictividad, Robert Bresson trabajó muchas veces con personajes “no actores” a los que llamaba modelos y a los que en sus peculiares “Notas sobre el cinematógrafo” hizo referencia de manera peculiar: “ Actores. Cuanto más se acercan (en la pantalla) con su expresividad, más se alejan. Las casas, los árboles se acercan; los actores se alejan ... Actuación. El actor: ‘no es a mi a quién veis, a quien oís, es al otro’. Pero como no puede ser del todo el otro, no es ese otro ... Modelo. Preservado de toda obligación para con el arte dramático...”
Los cambios sociales de los años 60 de los que hemos hablado en varias ocasiones refiriéndonos al cine directo, acercaron la cámara a la vida cotidiana, al acontecer diario de personas.
Que los, las cineastas opten por utilizar gente sin el oficio dramático casi no merece mención aunque la ignorancia haga resaltar el hecho como un gesto de realización interesante. Deberíamos entender que es casi el gesto obligado de un cine que en su realización se compromete con la vida y sus circunstancias, dadas las condiciones actuales de producción que lo hacen altamente posible.
Podríamos decir que la mentalidad cinematográfica a lo largo del tiempo ha madurado lo suficiente como para abordar de manera habitual el hecho de que las personas sustituyan a posibles actores y actrices en la representación de sus propias historias. Quizá porque muchos realizadores y realizadoras ya no encuentran tanta motivación en quedarse en ese universo arcaico de la actuación. Se ha desplazado por fin ese viejo oficio de la impostación. Es como si a aquella vocación primera del cine de los Lumière, de llenar sus films de personas cercanas, un ventarrón le hubiera inclinado las cámaras a los confusos escenarios de mentira y fábula de los grandes estudios del sistema industrial y que solo a partir de los años 50 dicho ventarrón hubiera podido redirigir lentamente la cámara de su ficción hasta resituar a personas comunes en el centro de su interés.
¿Acaso el Nanook de Flaherty no era una impresionante ficción poética protagonizada por aquella familia de esquimales? Pero sin embargo se le codificó como documental, caprichosamente, quizá porque “la mentalidad cinematográfica” no era capaz, ni le era conveniente, admitir en ese momento que cualquier persona podría ser dirigida para una ficción sin necesidad de dominar la carga del oficio dramático.
Flaherty lo decía: “Si se trata de filmar a gente distinta a uno, es imposible que actores o actrices pueda reflejar con todo su histrionismo profesional la vida al natural de los moradores, que pueden interpretar sus propias vidas sin interés comercial”.
Todo el mundo sabe -dice Rancière en La fábula cinematográfica- (nosotros no lo sabíamos), que ‘ hipócrita’ proviene de una palabra griega, ‘hypokrites’, que significa actor, hombre que habla oculto bajo la máscara.
Pero aún no nos conformó lo que vimos en el festival. Varios de estos films tenían en su estructura esa manía autoral de abortar caprichosamente las historias de vida para llevarlas a sus propias conexiones, sus propios montajes, sus antojadizos desenlaces.
Nos rondaba la permanente sensación de tener que mirar aquellas realidades y aquellas vidas, moviendo la cabeza como quien quiere esquivar a una figura molesta que se interpone, para ver si podíamos adivinar la deriva de la realidad que era mutilada por los antojos autorales. Las explicaciones eran claras si uno hablaba con sus directores. Las inmersiones en la vida de los personajes y sus circunstancias eran en varios casos de 5 días, tres semanas, dos meses interrumpidos, como mucho. ¿Quién puede captar el espesor de la vida en tan poco tiempo?
¡Pero si es que la inmersión la inventó el propio Flaherty cuando se impuso como método la convivencia con sus documentados por largos períodos. ¿Por qué aprendemos tan rápido lo fácil y tanto nos cuesta lo complejo y comprometido de lo cinematográfico?
Un festival como este se parece a un revuelo de vampiros que han succionado con sus colmillos cinematográficos un poco de vidas de allí y de aquí de las que rapidamente salen volando en sus aviones para contarlo y venderlo en los mercados internacionales.
Por suerte hay excepciones, claro, por allí andaba Vincent Carelli con su película Corumbiara, una tierra rematada durante el gobierno militar de Brasil en 1985, donde ocurrió una masacre de indios aislados de la cual, diez años después, a partir del encuentro de dos indios desconocidos en una hacienda, tuvo la oportunidad (Carelli) de retomar el hilo de esta historia que revela la continuidad de los crímenes contra los pueblos indígenas. Una película que tardó 20 años en realizar y que en medio dio origen a uno de los proyectos cinematográficos más interesantes de la actualidad: Video nas Aldeias, del que hemos hablado en más de una ocasión. Sí, por suerte hay excepciones.
Si el cine, como se dice, es el manejo de bloques de espacio y tiempo capturados por cámaras, preferimos, buscamos e intentamos hacer, un cine que se quede durante largos tiempos en un mismo espacio social para poder sacar de allí algo que se parezca más a la complejidad de la vida que a la planicie de la fotografía.
Es cierto que en estos festivales uno come bien, se la pasa bien, si anda con suerte hormonal hasta liga bien y se divierte bien. Claro que sí. Se puede incluso vender bien suponemos. No planteamos que desaparezcan los festivales (la verdad es que nos da un poco igual). Solo quisiéramos que el cine se quede por más tiempo en el lugar donde se origina, que fermente socialmente en esos específicos y remotos sitios y vidas donde anidó por un brevísimo tiempo como película, porque así hecho, es obvio que se muere en el mismo momento en que los vampiros salen a las extrañas órbitas de los escaparates mercantiles del audiovisual, a celebrar, con sus films-fotografía, su triunfo personal de cineastas. Se muere enseguida, sí. Y esto, la verdad, no deja de ser un poco patético.

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