domingo, 6 de junio de 2010

Hacia un estado “anormal” de producción cinematográfica. De la estética popular y otras etapas enunciables.


“Soy uno de los cineastas más reconocidos en festivales, pero mis películas no las conoce nadie”.
Jorge Prelorán

Para cumplir con su misma máxima, nosotros no hemos visto ninguna película de Jorge Prelorán y no porque no nos interese sino porque, como siempre, no es el material más accesible.
Pero en cambio, si queremos ver esa obra mítica del cine militante del año 1968 “La hora de los hornos” del Grupo Liberación, dirigida por Solanas y Getino, la podemos encontrar entera en la red.
Leyendo el libro “El documental etnobiográfico de Jorge Prelorán”, de Juan José Rossi, justamente el autor hace la siguiente reflexión: “Películas como La hora de los hornos, para nombrar una de las más conocidas, fueron importantes eventos que sirvieron como organizadores, pero que en el plano estrictamente cultural simplemente bajaron la línea sobre, hasta con distorsiones graves, los postulados fanonianos que trataban de explicar... Dentro de este entorno, bastante desolador por cierto, las películas de Prelorán aparecen como una mosca blanca: envueltas en la desconfianza, eran desacreditadas como “folklorizantes”, o porque el Fondo Nacional de las Artes le había dado unos pesos para comprar película virgen. Y sin embargo, es el único cine en el que podemos ver y escuchar a todo lo que hemos señalado como oculto y devaluado por la cultura oficial. La cultura popular habla ahí, en esas películas, tal como habla la gente, aunque las formas no sean aquellas exactamente prescritas por los formalistas políticos”.
No es poco lo que dice el autor al juzgar una obra realmente de culto en el panorama cinematográfico en general y ya no solo del cine militante como “La hora de los hornos”.
Si permanentemente revelamos la operativa de un cine imperialista, se hace delicado a veces marcar la insuficiencia de determinado cine militante consagrado por la historia y la crítica, esas locas a veces tan relativas.
También hoy nos movemos en ese ámbito de lo “progresistamente correcto” y ya no como mala voluntad sino como límite de la práctica y de la reflexión que no llega más allá de la repetición de formas que pudieron ser eficaces, pero para otra época y que, incluso, sobre el impacto en su época, habría que preguntarse siempre, eficaces ¿para quién?.
El objetivo de sus películas, decía Prelorán, era “que seres anónimos puedan romper su silencio, puedan tener voz para decir sus verdades”.
Hoy ya sabemos, o por lo menos nosotros nos planteamos que la emancipación con respecto a lo audiovisual no pasa solo por el acto documental de que un cineasta abra el dispositivo cinematográfico a la gente común en términos de aparición (voz e imagen) en el film, sino de apropiación de todo su proceso y de manera colectiva.
Pero no hay que pasar a la ligera el valor de este tipo de documento que contiene la voz y la imagen de un momento, de unas personas, en un tiempo preciso, sobre todo si son registros tomados con una actitud de respeto a la vida que evocan. Estos materiales siempre tomarán valor histórico por sí mismos. Probablemente el valor con el que dicen que la filmografía preloraniana ha vencido al tiempo y a los prejuicios de su época y de la nuestra.
El autor del libro nos cuenta que en la película Cochengo Miranda, la vida de un poblador del desierto del oeste pampeano, introduce el acto de estrenar la película en el mismo lugar donde fue filmada. Todo un detalle de honestidad. No olvidemos que Prelorán, según su biografía, se recorrió la más lejana, oculta y olvidada Argentina, sobre todo rural. A ver. Ya sabemos que un director como Almodóvar, por ejemplo, estrenó “Los abrazos rotos” en Calzada de Calatrava, su pueblo natal, sitio donde rodó la película. Pero no nos referíamos a las payasadas mercantiles y megalómanas de un españolito rico, sino de un trabajo de dignificación social a través del cine. (Ja, solo un apunte, recordamos noticias de prensa que hablaban del agradecimiento de las autoridades del Ayuntamiento a Almodóvar y su productora El Deseo por su “cortesía y generosidad”. Y uno dice: ¿por mercantilizar a su propio pueblo hay que agradecerle también? Y nos responde la señora obviedad: “Estamos en el neoliberalismo audiovisual, papito. Hay que agradecerle, sí.” Es que con esos más de 10 millones de euros invertidos en representar sus neurosis personales nosotros crearíamos un estado social de producción cinematográfica que ni te cuento. Llenaríamos de cineactivistas de todas las edades medio distrito de Tetuán).
Pero volvamos a lo popular, al espíritu de Prelorán, a la gente común que grabamos... Dejemos el hospital de capitalistos, que de enfermos estamos sobraos.
El día viernes pasamos toda la jornada grabando ese día en el bar de Benito que comentamos la semana pasada. Como en todo bar, más de un centenar de personas que por allí iban pasando desde las 7 hasta las 22:30 horas en que cerró fueron seguidas por nuestra cámara.
Y a medida que grabábamos nos surgía la pregunta: ¿Cuándo comienzan estas imágenes a ser imágenes de cine?
¿Cómo se construye la estética de lo que suele considerarse como popular,la de la gente corriente, la de las personas cualquiera?
La respuesta es clara si nos pensamos como autores: nuestras elecciones de montaje y producción crearán la estética e incluso la forma. Pero si pensamos en una estética emancipatoriamente colectiva, la respuesta, esteeeee... la damos al final...
Lo primero que sabemos es que no tenemos otra alternativa que atravesar el túnel de incertidumbres que nos depare la experiencia.
Si hacemos un esfuerzo imaginativo, al cine que deseamos le esperan por lo menos tres etapas: la primera de conexión social (debe crear vínculos que no existen y reforzar los que existen pero alrededor de la creación fílmica), la segunda, de reacción (ruptura con el modelo anterior de producción que nos ha colonizado y llevamos dentro) y la tercera de organización social en torno a las imágenes fílmicas (el nuevo estado de producción, la industria interior cinematográfica que decimos).
Las dos preguntas constantes que nos hicieron una y otra vez las personas que íbamos grabando en el bar de Benito fueron sobre todo dos:
La primera: -¿Saldremos en la tele?, ¿En cuál?
La segunda: ¡¿pagan?!
Dicho entre risas y asombros, claro, estos dos elementos hacen una referencia clara al imaginario instalado y asumido como normalidad.
La tele. El lugar de exhibición habitual. No hay posibilidades intermedias para el imaginario común. Es el expositor más extraño porque si bien acompaña la intimidad de la vida, nadie sabe como llegan las imágenes a él, cómo se producen para que aparezcan allí. Cualquier persona no vinculada a la producción audiovisual, parece imaginar una relación directa y simple entre el momento de grabar y el momento de exhibir lo grabado en una televisión. Para quienes sabemos como funciona, la televisión es más bien el NO-LUGAR por excelencia de unas imágenes surgidas de la realidad “popular”.
Nuestra respuesta: en la tele no saldrán, las proyectaremos aquí mismo en el bar, el viernes que viene a las 20hs. Tímido intento de desactivación de ese imaginario común, sí. No es gran cosa. Apenas un poco de cortocircuito: éstas imágenes no viajarán misteriosamente para aparecer quién sabe cómo en el electrodoméstico ese que tiene en su casa. Serán exhibidas la semana siguiente, en el mismo sitio donde están siendo grabada, por los mismos y mismas personas a los que vieron tomarlas, a través de un proyector que estará en la sala, en un visionado que podrán detener cuando quieran para ponerse a comentar lo que sea.

Enfocamos a un grupo de mujeres que cada mañana se toman allí su desayuno:
-¿nos pagarán verdad, es que con la crisis?
El cámara contesta:
- No pagamos porque son para el bar pero podemos llegar a un acuerdo para sacar beneficios colectivos.
(Risas)
Dos mundos, dos planetas. Ellas ignoran lo que hacemos y por qué lo hacemos. Nosotros ignoramos sus vidas. ¿Organizarnos ellas y nosotros? Utópico y largo viaje. ¿Imposible? No, ¿por qué?.
Son las 7 y 20 de la mañana. El primero en aparecer es un señor mayor que se sienta a fumar su habano.
Dirijo la cámara hacia él. Se frota los dedos y me lo dice: -¿pagan?
- Es que es una película del barrio.
- Es que si no me pagan. (Se ríe y consiente)
Cuando se fue, le despedí, pero el contestó:
- ¡qué va, si no me voy! yo soy el encargado de todo esto.
- Ah bueno.
Es verdad, estuvo todo el día entrando y saliendo del bar como si fuera el propio Benito.
Al día siguiente, cuando fui al bar por un cable de la cámara que había olvidado, allí estaba.
- Hombre, ¿Y la cámara?- me dijo, en voz muy alta.
- Hoy no la tengo pero volveré. Si quiere que le grabe, vuelvo.
- Pero claro, hay que grabar más.
- Y ¿el dinero? Pensé que traía el dinero.
- Ah, eso sí que no pude.
(Risas)
Descolonizar. Romper los procedimientos. Crear un estado anormal de producción. Hacer cortocircuitos.
La estética popular en nuestra hipotesis de trabajo, debería emerger de la tercera etapa: la organizativa.
Cuando ellos, ellas ya no pregunten ni por la tele, ni por el dinero. Y cuando nosotros hayamos tenido la valentía de mantener este servicio del cine en el barrio durante largos años.
¿Cuántos años hay que esperara para que surja esa dichosa estética popular? Los mismos que dura la descolonización audiovisual en la que estamos sumergidos. ¡Vaya si nos queda trabajo!

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