lunes, 17 de enero de 2011

El cine de acción en la política de los cuerpos. La activación del espectador como práctica emancipadora.

Dice Augusto Boal en su Teatro del Oprimido que “Aristóteles propone una poética en la que el espectador delega poderes en el personaje para que éste actúe y piense en su lugar; Brecht propone una poética en la que el espectador delega poderes en el personaje para que actúe en su lugar, pero se reserva el derecho de pensar por sí mismo, muchas veces en oposición al personaje. En el primer caso se produce una catarsis; en el segundo, una concienciación. Lo que propone la Poética del oprimido es la acción misma: el espectador no delega poderes en el personaje ni para que piense ni para que actúe en su lugar, al contrario, él mismo asume su papel protagónico, cambia la acción dramática, ensaya soluciones, debate proyectos de cambio, en resumen, se entrena para la acción real. En este caso puede ser que el teatro no sea revolucionario en sí mismo, pero seguramente es un ensayo de la revolución. El espectador liberado, una persona íntegra se lanza a la acción. No importa que sea ficticia; importa que sea una acción”.

El Teatro del Oprimido, surgido en los años 70 y expandido a más de 70 países, plantea una serie de procedimientos directos hacia el espectador, la espectadora de teatro que le posibilita salir de su estado de inactividad. Un “plan general”, le llama, para la conversión del “espectador en actor”.
Las cuatro etapas que plantea referidas al arte y escenario teatral nos hacen reflexionar sobre nuestra propia experiencia, que aunque diferente por ser cinematográfica, guarda ciertas potencialidades cercanas y nos fuerza a pensar en la necesidad de una operativa bien definida para ese momento preciso en que el espectador se convierte en protagonista, guionista, actor/actriz de la escena.

Si bien Boal plantea una recuperación de la experiencia teatral por el pueblo llano en términos de recuperación de un protagonismo perdido que se materializaba en el “canto ditirámbico (el pueblo libre cantando al aire libre). El carnaval, la fiesta” de la que hablábamos la semana pasada, en el cine, en cambio, nunca gozamos de tal popular origen. En sus comienzos, lo máximo que le podía pasar al pueblo llano era que algún operario lo retratara para luego acudir a verse a alguna sala. Según la narración de George Sadoul, el primer historiador cuenta que los operadores de los Lumière “se estacionaban durante varias horas en los cruces frecuentados haciendo girar en el vacío su manivela. Llegada la noche, los papanatas que se habían creído filmados asaltaban las salas con la esperanza de reconocerse en la pantalla”.
Obviando el prejuicio de papanatas del apreciado George, lo cierto es que un siglo después, la inmediatez de una cámara en un lugar público, la curiosidad y la reacción de la gente sigue causando reacciones parecidas.
Nosotros mismos hemos basado más de algún visionado en esa sola curiosidad de las personas de verse en una pantalla.
Esta fue, en el origen, la mayor participación ofrecida al espectador en comparación con el recorrido teatral que Boal señala para la gente común en cuyo origen parece haber habido una verdadera apropiación popular del acontecimiento teatral o festivo.
Luego, progresivamente, la persona común comenzó a ser incorporada de diferentes maneras y en una diversidad de films pero siempre como sujeto de la mirada profesional y en muy contadas ocasiones y solo en las últimas décadas como verdadero productor y protagonista de su propia representación.
No podemos decir entonces: hubo un tiempo en que el cine lo producía la gente común, se organizaba y hacía películas, hasta que la burguesía y la aristocracia dividió a la gente en productores, exhibidores y espectadores.
Quizá por eso se torna harta compleja la creación de las condiciones sociales de producción para que los diferentes grupos de espectadores y espectadoras se conviertan en protagonistas, directores y gestores de la obra que producen colectivamente. Porque directamente no hay antecedentes en el cine de un estado de producción que no sea el de las minorías del negocio. Más bien podríamos decir que el cine, desde su nacimiento, no ha hecho más que democratizarse y que su destino final, que no su origen, es el desplazamiento de su propiedad minoritaria hacia la propiedad popular.

Si decimos que lo revolucionario es llegar a un estado social de producción donde una población organizada sea gestora de los medios de producción y realice organizadamente su propia filmografía, ¿cuándo y por medio de qué procedimientos puede ocurrir un traslado así?
Uno de los momentos claves tiene mucho que ver con ese “plan general” del que habla Boal en su teatro y con la concepción de la acción que estamos planteando.
La acción, en las películas, desde las primeras persecuciones con las que el cine cautivó a los espectadores, siempre ha sido la acción ofrecida dentro de ese estado hipnótico creado por sus productores. La acción de los actores y actrices, la acción planificada por los productores, directores y profesionales. Aventuras inventadas por esa siempre lejana gente del cine.
En la práctica del Teatro del Oprimido hay justamente un conjunto de procedimientos que le permiten a ese espectador relegado a la sola contemplación ocupar el lugar de los actores.
La semana pasada llevábamos una hora hablando con nuestros jóvenes sobre el perfil de una pareja que han elegido para representar en la ficción. Casi diríamos que hasta aburrida se estaba poniendo la discusión hasta que decidimos, en un momento dado, volver acción la propuesta y que los personajes elegidos improvisaran la escena: las pistas eran que aquellos chico-chica, luego de haberse conocido en una fiesta, se ven por primera vez en un bar, digamos que para conocerse y seducirse. Ya que se habían caído bien sin llegar a liarse, pues, esta cita era la primera que prepararía el terreno para su futura relación amorosa, que acabará bastante fatal atravesada por una historia de enganche a la droga y maltratos a la chica.
Y ahí cambió completamente el estado grupal. De una discusión racional con diálogos cruzados, se pasó a un estado de nerviosismo, de emociones, de exaltación, de ideas de diálogo, risas, miedos, indicaciones escénicas, etc. Los protagonistas elegidos debían improvisar la escena de seducción preparando la que rodaremos de verdad en un bar real. El resto, agrupado detrás de la cámara opinaba, proponía, sugería temas, diálogos y actitudes.
El protagonista, que había funcionado tremendamente bien en otra escena entre chicos, se inhibió de tal manera que no supo como encarar la improvisación. Ante tantas opiniones de la jauría directora y guionista, propusimos que si todo estaba tan claro para los demás, cambiáramos de personajes para que otros hicieran una mejor demostración. Y efectivamente, otro chico que se ofreció lo hizo como en la vida misma de tal manera que aquello parecía un verdadero ligoteo en directo.
Esta es una experiencia con la que nos hemos encontrado más veces y que vemos necesario sistematizar. Protagonizar la acción para ser filmada, rompe la pasividad tanto en quien la lleva adelante como en quienes se esfuerzan por dar sugerencias y alentar a los protagonistas ya que cualquiera de ellos o ellas sienten muy próxima la amenaza (y la posibilidad) de tener que realizarla. Aún sin protagonizarla, las diferentes aportaciones a la construcción de la escena ya compromete.
La eficacia del cine de acción en el viejo cine fue y se mantiene aún en la fuerza persuasiva de sus historias, en la efectividad de sus tramas, en la velocidad de su ritmo, en la espectacularidad de sus efectos.
El cine siempre ha sido un entorno social temporal que ha ofrecido la posibilidad de ensayar otras vidas, otras conductas, otros personajes, otras reacciones, otras tramas. Sabemos ya que en el Viejo Cine este oficio y su posibilidad, ha sido y son privilegios casi exclusivos de los profesionales de dicha actividad.
En nuestro caso, si tenemos que pensar y desarrollar un cine de acción preferimos hacer de lo cinematográfico nuevos campos de experiencia afectiva, de prácticas sociales, emocionales, políticas, donde la acción atraviese los cuerpos como gesto político, como ensayo de la vida, como plantea Boal.
Concebimos el cine como entorno de acciones a vivir, donde los antiguos espectadores del cine pasan delante de la cámara para protagonizar y vivir sus propias imaginaciones o para colaborar activamente en la reflexión que origina la escena.
De todas maneras, un joven planteaba una situación con tiroteo incluido por un trapicheo de drogas que aparece en la trama o, más tarde, preguntaba si rodaríamos escenas de sexo explícito. Habrá que ver. No estamos planteando necesariamente un cine reflexivo y aburrido. El Cine sin Autor es una forma de realización que debería poder originar filmes de acción y aventuras ¿por qué no? La única condición consiste en que sean la acciones y aventuras protagonizadas, dirigidas y gestionadas por la gente común y no por la minorías caducas del Viejo Cine.

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