lunes, 9 de mayo de 2011

Real Política de la Colectividad... del cine. Sobre otras cuestiones de espacio y tiempo.

La semana pasada hablamos de las dos políticas que de alguna manera marcaron y marcan el estado actual de la comprensión del cine.
Con ellas, enunciamos una tercera: la Política de la Colectividad, como una noción que emerge del estado actual en crisis de los sistemas de producción social, cultural y entre ellos el audiovisual y cinematográfico, que es el que nos compete.
Quisiéramos aportar algunas notas más a esta enunciación, ya que consideramos que se trata de la dimensión más confusa y débil de esta nueva etapa de producción cultural.
Una Política de la Colectividad, como todas las nociones que estamos desarrollando en el Cine sin Autor, no es algo que por enunciarse se pueda considerar que existe. Es más bien un concepto operativo que siempre debe materializarse, cada vez, en cada experiencia y del que nos valemos para reaccionar e intervenir en la realidad.
Ayer mismo leíamos un artículo que enunciaba algunas “Wikiestrategias” para salir de la crisis expresándose en términos de crowdpower (el poder de la multitud) como forma de organización distinta en torno a colectividades de red, iniciativas que recogen fondos para operar mediante microfinanciaciones de internautas interesados en producir algo.
Y aunque estas nuevas estrategias de financiación y participación nos parecen interesantes, a la hora de plantear una Política de la Colectividad, el tema nos parece altamente complejo.
Por un lado, se nos crea la duda, por ejemplo, en el tema de la financiación de una película por parte de una multitud de internautas, de que si no estamos, una vez más, haciendo un apaño de precariedad frente al gran capital. Es verdad que hay que apañárselas frente a la paupérrima inversión socio-cultural, pero aunque ampliemos estrategias de financiación como el crowdfunding no deberíamos dejar de pensar en estrategias más profundas, precisas y de largo aliento para que el grueso del dinero invertido (público sobre todo), produzca una utilidad y un impacto social más amplio y profundo en la sociedad en la que intervenimos.
Inciso aparte, otros asuntos creemos que se problematizan al plantear una Política de la Colectividad. Nosotros llamamos Colectividad a un grupo de personas conectándose y organizándose para hacer sus propias películas y que esto se realice en la vida y espacios sociales reales, sin intermediación virtual.
Cuatro cosas básicas. 1) Nunca existe la colectividad abstracta. 2) Hablamos de colectividades de gente no productora de audiovisual, gente cualquiera, donde el equipo de realización es un equipo técnico a su servicio. 3) Son colectividades en construcción ya que no existen a priori como las que se dan en el ámbito de la producción cinematográfica o audiovisual como grupos de profesionales más o menos estables, o establecidos en torno a una profesión pagada. En nuestro concepto se trata de grupos de gente unidos por algún motivo social o espacial (vecinos de la misma localidad). No hay una vinculación monetaria. O si la hubiera, la relación económica nunca sería el motor principal sino un mero medio y el posible beneficio un mero efecto secundario. 4) Son potencialmente colectividades cinematográficas porque cualquier realidad humana contiene los elementos necesarios y valores para ser cinematografiable. Una potencialidad que comienza a ser realidad eficazmente cuando estas colectividades entran en un proceso socio-cinematográfico como el que planteamos en el Cine sin Autor, cuando se pone en marcha un dispositivo que crea la conciencia colectiva en los grupos de que han comenzado a crear sus propias representaciones fílmicas.
Solo con estas cuatro características, podemos complejizar una posible “Política de la Colectividad”.
En nuestra experiencia, cuando nos planteamos al principio como escenario un barrio entero, estábamos justamente muy cercanos a la ingenuidad de la enunciación: la colectividad era todo el barrio, una pura abstracción. Luego, a medida que fuimos haciendo diferentes tipos de intervenciones y documentos con gente diversa, el propio concepto nos empezó a estallar en la cara. ¿Quién era nuestra colectividad barrial? ¿La asociación en la que operamos con varios visionados, el grupo de jóvenes del instituto donde estamos haciendo uno de los procesos, el bar donde rodamos y exhibimos, las historias de algunas personas específicas que comenzamos a construir, el grupo de señoras de una sesión de patchwork? Y así podríamos seguir ennumerando diferentes personas y colectivos que dentro de esa ingenua enunciación al que llamamos “colectividad” han roto con nuestra inicial abstracción.
Entonces, ¿qué significa una Política de la Colectividad ?
En principio parecería que el camino pasa por establecer ciertas estrategias espaciales y temporales que atraviesen la producción general y ciertas claves de relación social.
Con estrategias espaciales nos referimos a una política que suponga la estabilidad de la intervención en determinado espacio. En nuestro caso, siempre estamos grabando en el barrio. En un momento tuvimos que agarrar un mapa y definir realmente las calles que abarcaría el plató real, aunque sea como idea aproximada: es hasta aquí y no más allá donde elegimos operar. Intervenir “en algún sitio”, dotar de materialidad al espacio social. Esto se traduce en cosas muy simples. Cuando uno fija el espacio de ese plató real, hay, por ejemplo, personas que se empiezan a repetir de un documento a otro, accidental o provocadamente. Las calles y lugares de diferentes escenas también. El espacio de esa colectividad al ser siempre el mismo permite profundizar lentamente en sus rincones. Cuando salimos a grabar en sitios nuevos de ese plató barrial, siempre hay conectividad social porque hablamos de otros vecinos que ya han participado, o vemos pasar a personas que han salido en algún documento, o unos nos cuentan historias de otros. Esa permanencia en un mismo espacio, permite operar esa función de “conexión social” del dispositivo cinematográfico, de la que siempre hablamos .
Cuando hablamos de estrategias temporales, nos referimos a la voluntad de permanecer en un habitat definido de intervención, o en un grupo social determinado, que permita además de los tiempos concretos de producción (rodajes y exhibiciones), otro tipo de temporalidad más vinculadas con ese acto de solo “estar-en-un-lugar-a-medida-que-pasa-el-tiempo”. Esto nos ha permitido que las relaciones, aunque muy débiles en general, puedan irse generando no solo por el motivo concreto de las acciones vinculadas a la producción sino vinculadas a la propia vida. Esos encuentros de los que hablamos, que a veces se repiten, naturalizan la relación. Ejemplo. A uno de los ancianos que grabamos en el rodaje de un bar, el año pasado, volvemos a encontrarlo cada vez más a menudo tanto en el bar como en la calle. Luego de meses de que hiciéramos aquel día de rodaje en el que él era uno de los personajes que nos mirara con sospechas, un día nos reclamó la película que nunca había llegado a ver porque no asistió a la presentación. Se la prometimos dos veces y nos olvidamos de entregársela. Tiempo después volvió con más confianza a decirnos entre bromas: me han prometido la película pero ¿para cuando?, siempre se olvidan. Ese día regresamos al estudio, hicimos una copia y se la dimos. Cuando nos volvimos a encontrar le preguntamos: y ¿qué tal? Muy bien -dijo- si soy el primero que salgo y todo. Y efectivamente, es un anciano que todos los días pasa a buscar a la camarera que abre el bar a las 7 de la mañana y le ayuda a levantar las cortinas del negocio. Luego nos hemos seguido encontrando. Hay algo entre él y nosotros. Le dijimos que volveríamos con la cámara y respondió que encantado. No le conocemos más que de estos encuentros. Pero ahora tenemos una rara complicidad. Seguramente es la primera vez que se veía en un formato documental en su rutina diaria. Nosotros montamos aquel documento. Algo nos une a ese anciano que no conocíamos hasta el día en que pasó por nuestra cámara y lo convertimos en sujeto de uno de los documentos de esta delirante película fragmentaria que nunca acaba. Eso solo lo permite un dispositivo al que le gusta confundir el cine con la vida. El cine que creemos necesario.
La semana pasada en el grupo de jóvenes, un chico nos dice que una amiga mandó preguntar si podía salir en la película haciendo de yonqui, que le gustaría hacer ese papel. Otras personas, por ejemplo, nos invitan a su casa luego de enterarse que hemos grabado a un vecino de su confianza. Son solo algunos de los muchos ejemplos de múltiples conexiones que permite la permanencia insistente en un lugar.
Estrategias de espacio y tiempo, decíamos y al final siempre terminamos hablando de la esencia del cine. Pero como no nos gustan las respuesta que cierran la vida, creemos que es de honestidad decir que nuestro trabajo, movido por un enunciado como el de la Política de la Colectividad, no es un camino solo cargado de coherencias, aciertos y experiencias gratificantes.
Cuesta mucho trabajo introducir una operativa cinematográfica en el seno de un funcionamiento social amplio como puede ser un barrio. El trabajo consiste en avanzar interviniendo, analizando, retrocediendo, reinventando formas, deteniéndonos ante el desconcierto, desconcertándonos ante nuestras limitaciones, en mitad de una población que vive y como si fueramos un simple soplo de conciencia a través de imágenes y sonidos que emergen de la misma gente.
Esta semana salimos a cazar azahares. Estábamos en una esquina. Grabábamos y fotografiábamos las calles, los movimientos, los carros, la gente. Habían dos bares, uno enfrente del otro. Tomamos la cámara y fuimos al primero, explicamos quienes éramos y preguntamos a la gente y al dueño si le molestaba que saliera su bar en la película. Nos dijo que prefería no salir. Le dijimos que no se preocupara. Cuando salimos enfocamos la cámara al otro bar. Tomamos un primer plano. Solo para que el otro dueño nos viera. Apagamos y fuimos hacia él. Le explicamos lo mismo. Nos dijo que no había problemas. Cuando empezamos a grabar nuevamente, la gente de dentro nos hacía señas como emocionados por salir. Volvimos a entrar y nos enfrascamos en varias conversaciones con algunas personas. Dos grupos de hombres jugaban en las mesas del fondo. Ya teníamos el consentimiento de Paco, el dueño del bar. Fuimos con temor, hombres con rostros duros concentrados jugando a las cartas y al mus. Les preguntamos si les molestaba que les grabásemos. Bastaron unos intercambios y todo se volvió emoción y risas. Se prepararon y siguieron jugando conscientes de la cámara pero con toda naturalidad. Les prometimos verlo en la propia televisión del bar. Al cabo de un rato salimos. Una calle más arriba, un grupo grande de gente tenían una fiesta montada con bailes, guitarra y cajón flamenco. Era el patio externo de una parroquia. Estábamos cansados y dudamos si acercarnos porque parecía un círculo cerrado y podían ofenderse. Tomamos unos planos de lejos y nos dispusimos a irnos. Un hombre que habíamos grabado en el parque de enfrente se acercó rapidamente a invitarnos: “Vengan, pueden grabar y tómense algo con nosotros”. Terminamos en mitad del círculo grabando el festín y los bailes. Le prometimos al párroco volver con las imágenes. Nos dijo que encantado.

Y pensamos... Quizá solo sea eso, filmar la vida, en un plató real y devolver las imágenes a sus protagonistas. Para debatirlas, para entrar en contacto, para conocernos, para conectarnos, para romper la maldita ilusión de ser eternos desconocidos, para derribar nuestras propias barreras, para no olvidar que vivimos con otros, para quebrar los sectarismos, para provocarnos y provocar encuentros improbables, para dejar de vivir como si los demás fueran pura abstracción. Quizá este tipo de cosas apenas definibles, estas acciones a veces planificadas y a veces puramente intuitivas que surgen de nuestro deseo de hacer del cine un espacio de vida más saludable, estas operativas que desactivan nuestras programadas defensas de los demás, sean el mejor alimento que vamos encontrando para hacer efectiva una “Real Política de la Colectividad”.

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