domingo, 4 de noviembre de 2012

El cine en los límites de la clínica y el lógico caso del cura con dos pistolas.



Miércoles pasado. Avanzamos con el grupo vinculado al CRPS. 
Para quien no conoce esta sigla utilizamos una definición oficial para ubicar al lector: los Centros de Rehabilitación Psicosocial (CRPS) forman parte de los dispositivos de la “Red pública de Atención Social a personas con enfermedad mental grave y duradera” de la Consejería de Familia y Asuntos Sociales, dependiente de la Dirección General de Servicios Sociales de la Comunidad Autónoma de Madrid.
Estos centros disponen de un equipo multidisciplinar que desde un abordaje individualizado centrado en la rehabilitación y recuperación de la persona, trabaja para favorecer la creación y potenciación de apoyos que promuevan la participación de usuarios/as en recursos socio-comunitarios de su entorno, en las mismas condiciones que cualquier otro ciudadano/a. Para ello disponen de diferentes programas de información, educación y entrenamiento de habilidades que se realizan tanto en el centro como en el propio entorno socio comunitario de la persona.

El miércoles, con un grupo que viene del CRPS cercano al Matadero, comenzamos el rodaje-ensayo de la primer escena, luego de tres reuniones donde se empezó a definir la película.
Nuestra reflexión parte de lo cinematográfico.
Para empezar, generalmente identificamos a los grupos por los nombres de sus películas aunque este vaya cambiando. Pero como no ha aparecido aún, pues, cada semana, en el estudio hablamos del grupo del CRPS, con cierta resistencia.
Ya saben quienes nos siguen que nuestra materia prima para hacer películas es el imaginario de la gente común sin vinculación alguna a la producción audiovisual.
Por lo tanto, que las coordinadoras del CRPS nos hayan propuesto hacer una película con algunas de las personas que acuden a su centro, además de ser una única y especial oportunidad, en realidad, para nuestro trabajo suponen un grupo más, con un imaginario cinematográfico a descubrir y compartir.
Pero tampoco vamos a entrar en falsas posturas de igualación. Las características de éste grupo en su forma de relación humana no es igual a la del común.
En realidad ninguno de los grupos y personas que están incorporándose al trabajo de la Fábrica de Cine sin Autor, son iguales y es más, una de las tareas más costosas es, justamente, adaptar el trabajo de realización que supone una película a la “circunstancia social, humana, laboral, familiar” que las personas traen.
Y en ese sentido, las particularidades de este grupo empiezan a aflorar de manera sorprendente.
Si la definición oficial es que son personas con “enfermedad mental grave y duradera”, ¿deberíamos admitir que nuestra operativa cinematográfica con este grupo está inmersa en mitad de un imaginario enfermo de gravedad? 
Suponemos que la clínica y cierta noción de realidad diría que sí. Tampoco  vamos aquí a entrar en cuestionamientos fáciles y maniqueos de los conceptos clínicos sobre la salud.  Solo queremos  hacernos preguntas un poco más profundas desde la perspectiva de “nuestro imaginario social”, ese que goza de una supuesta “salud”, entendida ésta, como “ausencia de enfermedad grave”.
Es miércoles. Estamos en la nave 16 de Matadero, la escena estaba planteada para desarrollarse en un supuesto cementerio donde acudimos a un funeral. Una de las protagonistas dirige la escena y propone formar una fila frente a la supuesta fosa y tomar el plano desde el lateral. El cura se pone en un extremo. Cada uno o una reaccionará como le parezca ante la situación planteada. “Tampoco hay por qué llorar” - dice una de ellas.
El cura se prepara. De repente un compañero dice: “es que a mi me viene la imagen de que el cura tiene dos pistolas, vamos, que lo veo clarísimo”.
- Pero, por qué va a tener dos pistolas- dice una compañera.
- No sé pero a mi me parece que sí - responde el que la propuso.
El cura, de repente lo ve claro también y toma una pistola de juguete que trajimos para otra escena y así queda la situación.
Todo está listo. Preparamos las condiciones y largamos la acción.
De repente la compañera que decía que “no había por qué llorar” empieza a dar verdaderos alaridos de llanto y a expresar su dolor: “¡Matías que te han matado”, te han matado!!!, gritaba desconsoladamente. Durante unos cuantos segundos siguió hablando con una interpretación apabullante en medio del cual suelta de repente “ya sabemos que eras un pesao, porque eras un pesao pero ¡vuelve!, Matías.... y así unos cuantos segundos más.
Mientras tanto, el cura comenzó a poseerse y a emitir  gemidos. Estaba entrando en trance e invocaba a una cantidad de superhéroes que decían que le estaban poseyendo. En un momento determinado comenzó a recitar un padrenuestro que comenzaba diciendo (lamentamos aún no tener la transcripción íntegra): Padre nuestro que estás en los cielos, acribillado sea tu nombre.... continuando con una paráfrasis de la oración mientras apuntaba con furia a la tumba con su pistola a la que terminó dando una ráfaga de disparos y gritando con rabia”.

Acabada la intensa escena, tiramos plano hasta que el cura fue bajando de intensidad y alguien gritó ¡corten!.
Otro compañero, a cierta distancia, se terminaba de destornillar de la risa sentado en el piso tratando de no estropear el sonido de la escena.

Entonces, ¿cuál es la particularidad cinematográfica de este grupo y qué lo diferencia de los demás?
Nos sorprenden poderosamente sobre todo dos cosas.
En el desarrollo del guión no había ninguna censura narrativa. Por citar un ejemplo. El presidente de los EEUU era uno de los presentes en el funeral al mismo tiempo que los superhéroes podían irrumpir en la escena desde debajo de la tierra para enfrentarse con sus enemigos y librar una batalla de magnitudes fantásticas. 
Mientras que en otros grupos nos devanamos los sesos por una coherencia racional de las cosas y por más que creemos estar inventando una secuencia rupturista desde el punto de vista del sentido, este grupo de personas vinculados al CRPS no antepone lógica a su imaginación.
No sabemos las consecuencias en la vida diaria de una imaginación tan desbordante porque no lo vivimos. Pero en un entorno de creación esa imaginación tiene un potencial altísimo.
Este grupo nos está ayudando, a nosotros, los, las realizadoras que supuestamente habitamos en el aparente y difuso mundo sin enfermedad, a soltar nuestras no tan sutiles celdas imaginativas.
Otro aspecto que nos sorprende es el disparo que tiene su capacidad de interpretación. Los cuatro personajes principales, un poli que debe matar a una chica, otro personaje que llama por teléfono para dar la orden, el cura y la mujer que clamaba dolorida por el muerto, una vez escuchada la palabra acción, en apenas unos segundos eran capaces de alcanzar una intensidad interpretativa alta, improvisar sus discursos con fluidez y mantener la tensión dramática del diálogo.
Nos hacía pensar otra vez en la carga racional que vemos en actores y actrices y las técnicas dramáticas que les son necesarias para alcanzar ciertos niveles de interpretación.
Es prematuro hacer conjeturas, pero cinematográficamente, el potencial de solo éstas dos características es enorme y su aprovechamiento aún puede serlo más.
Se nos hace inevitable relacionar esta vivencia de lo cinematográfico con la el estado definido como “enfermedad mental”. 
La historia de la gente del cine, en cuanto a salud mental, no es el mejor paradigma a seguir. Casi diríamos que al contrario. Sobran en ella ejemplos de personas con grandes alteraciones emocionales y mentales, trastornos de gran conflictividad social en muchos casos, cuando no, ejemplos de homicidios y suicidios que han formado parte del “mundo del cine”. 

Tanto la clínica, como el cine, como nuestra propia vida social tienen su saber y su experiencia, sus enunciaciones y sus condenas, su dentro y afuera, su permitido y no permitido, su más allá y más acá, sus territorios de normalidad y de anormalidad.
Cuando ofrecemos la producción de cine a cualquiera, es justo para que éste se convierta en un territorio nuevo, en una zona liberada de pre-juicios por más fundamentados que estén, en una convivencia de lo aberrante con lo normalizado, en un espacio de celebración de la imaginación que nos atraviesa la vida, en una liberación de nuestras opresiones internas y externas.
Cuando nuestro compañero devenido en un atípico cura con pistola terminó la escena levantando el brazo, disparando una ráfaga de tiros al aire y dando un grito desgarradador habitado por una multitud de superhéroes, nos pareció una poderosa imagen. No estaría mal que de vez en cuando lancemos un grito  desde nuestra condicionada normalidad. Lanzar un grito que reviente nuestros torpes, infames y ridículos miedos a vivir intensamente la vida que queremos vivir. 
Nadie nos enseña a odiar profundamente esa normalidad llena de fantasmas y temores y deberíamos atrevernos más frecuentemente a gritar y lanzar disparos ante este infierno de enfermedades políticas, morales y policiales que se nos impone vivir, cuando no es más que una nefasta, homicida y vulgar normalidad.

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