domingo, 15 de septiembre de 2013

¡Destruir la Cultura!. La Sinautoría y una evidencia constatable.


Debatíamos esta semana la preparación de unos círculos de estudios que quisiéramos poner en marcha y de los que ya contaremos en las próximas semanas cuando se haga oficial.
La pregunta rondaba en cómo transmitir y hacer vivir  la experiencia de la Sinautoría en que se basa nuestro trabajo cinematográfico y cómo enseñarla, o, más bien, cómo podemos hacerla vivir.
Como siempre, cuando decimos que estamos planteando otro modelo de producción cinematográfica y cultural, asalta una especie de argumentario de la sospecha: ¿es posible plantear algo realmente nuevo en el terreno del arte y de la cultura? ¿No es demasiado ostentoso decir semejante arrogancia? 
La Sinautoría  (perdón a quienes nos siguen porque ya lo sabrán), es el concepto madre de una metodología de democratización de la producción cultural, que nosotros hemos aplicado primeramente al cine y que surgió de estos años de experiencia y reflexión.
Dicho de forma escueta, se trata de hacer un desplazamiento de poder desde quienes ejercen la autoridad y la propiedad de producirla y gestionarla. Desplazamiento de un poder que se le quita a quienes la ejercen, sobre todo los artistas, creadores e instituciones y que se otorga a la gente común. En realidad, siempre estamos hablando de personas en diferentes situaciones. La gente en su vida cotidiana, los creadores en sus espacios y estados de trabajo y quienes ejercen cargos, responsabilidades y tareas de gestión en sus cargos públicos y privados. Personas, grupos concretos en los que cada quien asume lo que culturalmente hereda como función o rol social con respecto a lo que se produce como “Cultura”. 
La gente aún se encuentra en su mayoría recluida a su función de público, espectador, visitante, usuario a lo sumo; los creadores en su función de nutrir de obra al entramado social, del tipo que sea; y los cargos de las instituciones, gestionando, diseñando la telaraña infraestructural y los espacios donde se da habitualmente el encuentro entre las obras de los artistas y la gente.
En ese encuentro podrá haber más o menos interacción, pero parece claro que la relación social que teje el sistema cultural, está aún anclado en estos rígidos y antiguos compartimentos estancos.
Aplicar la Sinautoría en el terreno de la producción quiere decir generar mecanismos que  distribuyan y hagan circular la autoridad y propiedad de las decisiones entre grupos específicos de gente cualquiera, de gente no vinculada a este sector productor-administrativo.
Parece claro que las cosas se están desplazando en ese sentido, pero parece claro también que, al menos en nuestro contexto, estamos lejos de respirar otro modelo social de producción donde la Cultura no sea un mero asunto que se resuelve entre instituciones y artistas.
Es cuando decimos que queremos hacer vivir y transmitir esa teoría práctica, ese concepto para la acción que es la Sinautoría, cuando alguno de nosotros planteaba una sana sospecha: parece ostentoso plantear que practicamos un nuevo modelo de arte, de cultura o de cine.
¿Por qué? Porque en principio  nos metemos en el berenjenal de la historia, sus lecturas y sus tendencias y acabamos en un interminable debate: “pero si el arte se a practicado de mil maneras”, pero si “el cine también”, pero si “hay una variedad interminable de películas y de maneras de hacerla” y pata tin y pata tan.
Ya, ya. Pero por más historiadores y más posmodernos que nos pongamos para relativizar todos los términos, hay una evidencia que a nosotros no nos cuadra y que nos planteamos en forma de pregunta: ¿es el arte y la cultura una experiencia democrática en su forma de producirse si la pasamos por el crisol de que esa producción sea colectiva y si donde lo colectivo signifique la participación activa y total de la gente no especializada?
Es decir, ¿hay dispositivos, institucionales, lugares de producción, políticas reales para que la producción artística, cultural sea una experiencia social y colectiva donde la gente de todas las edades y situaciones participe en la producción de obra y representación? ¿Las instituciones favorecen esta participación y los artistas, creadores, profesionales están abiertos a desplazar socialmente su autoridad propietaria?
Y experiencias hay y conocemos en que esto se produce, por supuesto que si. Pero nosotros apelamos a que un cambio paradigmático no es el que responda a intentos aislados y afortunados y a veces hasta quijotescos u originalísimos, que responden a iniciativas muy puntuales.
Esta pregunta nos metía en el túnel de la historia donde una vez más uno queda atrapado en un montón de telarañas de cosas estudiadas o de cosas que desconocemos y que es donde siempre parecen terminar las grandes disquisiciones.
Al final, surgía la evidencia. 
Pongamos un ejemplo con el cine que es donde más nos desenvolvemos.
Decíamos: la evidencia es que cuando te pones realmente a practicarlo democráticamente, a practicar la Sinautoría, no paras de encontrar obstáculos, advertencias, impedimentos, exclamaciones o simplemente indiferencia atroz por parte de algunos de los engranajes que deberían posibilitar su producción colectiva.
Es decir, si mañana viene un colega y dice he conseguido medio millón de euros para hacer su película o un artista para desarrollar su idea, todos nos alegraríamos y no haríamos más que felicitarle posiblemente. Nadie pregunta cómo la va a producir porque se da por entendido que este afortunado amigo dirigirá su proyecto, pagará a profesionales o gente de su confianza, se hará un plan de trabajo, pondrá unas fechas y luego de un tiempo nos invitará a su estreno o exposición o lo que sea que mostrará al público. Institucionalmente por otra parte, cualquiera entiende que venga un artista, un cineasta o lo que fuera y que demande un sitio para su obra. Puede ser desatendido por muchos criterios pero no por la manera en que trabajó, porque esta se supone.
Pues bien, digamos que cuando entramos en el terreno de la Sinautoría, de una experiencia de producción democrática, y aunque tuviéramos el mismo dinero, no se piensen ustedes que es tan fácil. La gente común que pueda o quiera ser involucrada tiene que romper con varios supuestos. Lo toma como una oportunidad y la disfruta pero necesita mucha desprogramación para que asuma colectivamente la responsabilidad sobre todo el proceso. 
Pero es que en general ni  una financiación o una subvención tampoco está pensada para un ejercicio democrático.
Ponemos otro ejemplo que nos pasó. Preparando una subvención europea, hace unos meses, dialogábamos a contra reloj con quien se encargaba de formular el proyecto. Poníamos presupuestos posibles para la jornadas de los técnicos. Todo bien. De repente propusimos, ya que había margen en el monto total que deberíamos poner también un presupuesto aunque no sea igual para los participantes que también trabajarían. 
Pues la respuesta fue contundente: ni pensarlo, eso no se puede poner, no lo contempla por ningún lado. Y la compañera que lo hacía no es que estuviera en contra de nuestra filosofía productiva, que al revés, es que está acostumbrada a hacer esos tediosos trabajos y ni se pondría a pensar un presupuesto para los participantes porque sabía que era imposible plantearlo administrativamente. 
Pero lo mismo pasa con las personas de las instituciones, que de repente pueden entender y apreciar formidablemente la teoría de lo participativo y sus bla bla  pero luego, la inercia y complejidad burocrática está en otro planeta y aquello de que la gente activamente participe de la producción y de la gestión de la obra cultural, se vuelve un incordio insoportable para su gestión.
Esa es para nosotros la evidencia, que si te pones a democratizar la producción, todo se te vuelve tedioso. Que no está preparado el funcionamiento social de la Cultura para prácticas medianamente democráticas que impliquen una ruptura de los roles establecidos. Es la misma dificultad que encontramos para ejercer cualquier derecho ciudadano, la vida política, la vida económica, la vida afectiva, que todo está programado para un tipo de funcionamiento  donde no se supone ni por asomo la participación social activa y el implemento de formas ajenas a lo conocido. 
Al contrario, para un tipo de producción habitual, el autor, la productora, el evento, la exposición, los comisarios, las prácticas administrativas están medianamente aceitadas. Si todo discurre por esos caminos, aunque no produzca efectivamente nada a nivel social ni vivencial, pues todo va bien.
La Sinautoría entonces supone un cortocircuito en todas las partes de la producción donde los artistas, la gente, las instituciones tienen que romper esa inercia que cultiva muchas veces cadáveres estéticos o performativos, y  que solo pueden cambiar progresivamente a base de trabajarlos. La gente debe entrar en cortocircuito porque tiene que hacer un proceso de desprogramación para romper con su tendencia a la mera espectación,  los artistas porque directamente deben suicidarse de sus viejas formas de autoridad y propiedad cuando quieren funcionar democraticamente más allá de su expresión personal y las instituciones porque necesitan entrar en una profunda reflexión ante la debacle de ciertos modelos que parece obvio que están en crisis.
Destruir la cultura, no es para nada un asunto de confrontación para la eliminación de los contrarios. Destruir la cultura es destruir la inercia que nos hace producirlas bajo formas que parecen inalterables pero que impiden democratizar las prácticas, en su acción cotidiana.
Destruir la cultura es dialogar profundamente cada proceso de creación. Romperse la cabeza ante cada producción para ir abriendo mecánicas diferentes, más abiertas, más democráticas. 
Destruir la cultura es proponer una y otra vez modelos y fórmulas de organización concretos que permitan progresivamente hacer circular el poder, la autoridad heredada, la propiedad de las decisiones que parecen intocables e inamovibles. Cortocircuitarlas sin traumas, sin hedonismos intelectuales, sin tanto clientelismo irreflexivo y arbitrario. 
Esa es la evidencia para nosotros que nos lleva a practicar un modelo que en parte debe destruir los vicios del modelo heredado y muchas veces inerte: que el estado actual de la cultura reproduce en demasiadas ocasiones los histéricos mecanismos de una estructuración social reflejo de lo político y de lo mercantil que no está hecha para ser profundamente democrática. 
Esa evidencia que debe permitirnos destruir la Cultura  para poder imaginar y construir, progresivamente otra.

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